martes, 9 de octubre de 2007

Evolución económica y voluntad

Las condiciones de existencia de un organismo son de dos especies: por una parte, las que se renuevan sin cesar, que persisten sin modificación a través de nume­rosas generaciones. Una voluntad adaptada a esas con­diciones, conforme con ellas, llega a ser hábito que se trasmite por herencia y se acrece por la selección natu­ral; se convierte en instinto, en movimiento impulsivo; el individuo termina por obedecerlo en todas las circuns­tancias, hasta en las anormales, en las cuales esta obe­diencia en lugar de favorecer la existencia y conservarla, la perjudica y a veces acarrea la muerte. La causa primera de esa impulsión no es menos la voluntad de vivir. Al lado de las condiciones de existencia que se renue­van siempre invariablemente, existen aquellas que sólo se presentan raras veces o están sujetas a variaciones. Entonces el instinto es impotente y la conservación de la existencia depende esencialmente de la facultad de conocer del organismo, de que se muestre capaz de reconocer la situación en la cual se encuentra y adaptar a ella su conducta. Cuanto más las condiciones de existencia de una especie animal están sujetas a variaciones frecuentes, más se desenvuelve su inteligencia, a causa, por una parte, de que los órganos de la inteligencia están más sujetos a tributo, y por otra a que los individuos cuya inteligencia es inferior son eliminados más rápidamente.
En el hombre, en fin, la inteligencia adquiere un gra­do tal que llega a crearse órganos artificiales, armas y herramientas, a fin de asegurar mejor su existencia en medio de las condiciones en las cuales se encuentra. Lue­go, obrando así, crea nuevas condiciones de existencia a las cuales debe adaptarse. Así es como el progreso téc­nico, producto de inteligencia elevada, favorece a su vez el progreso de la inteligencia.

El progreso técnico es también una consecuencia de la voluntad de vivir, pero la modifica de modo notable. El animal quiere solamente vivir como ha vivido hasta entonces; no pide nada más. Por el contrario, la inven­ción de una nueva arma o de una nueva herramienta en­traña la posibilidad de vivir mejor que precedentemente, de procurarse nutrición más abundante, más ocio, más se­guridad o, en fin, de satisfacer nuevas necesidades antes desconocidas. Cuanto más se desarrolla el aparato téc­nico, más la voluntad de vivir se transforma en voluntad de vivir mejor.

Esa voluntad es la que caracteriza al hombre civili­zado. Ahora bien, la técnica no modifica solamente las relaciones entre los hombres y la naturaleza, sino tam­bién las relaciones de los hombres entre sí.

El hombre forma parte de los animales sociales, es decir, de aquéllos cuyas condiciones de existencia no les permiten vivir aislados, sino solamente en sociedad. En este caso la voluntad de vivir es la voluntad de vivir con y para los miembros de la sociedad. El progreso técnico, al modificar las condiciones de existencia en general, modifica también las condiciones de la vida y de la cooperación sociales. Llega, sobre todo, a este re­sultado al procurar al hombre órganos distintos de su propio cuerpo. Las herramientas y las armas naturales, uñas, dientes, cuernos, etc., son comunes a todos los in
dividuos de la misma especie, siempre que sean del mis­ino sexo y edad. Pero las herramientas y las armas arti­ficiales pueden llegar a ser propiedad de ciertos hombres con exclusión de los demás. Los que disponen exclu­sivamente de esas herramientas o de esas armas viven en otras condiciones que los que están desprovistos de ellas. Así se forman diversas clases, en el seno de las cuales la misma voluntad de vivir reviste formas dife­rentes.
Un capitalista, por ejemplo, en las condiciones de existencia que le son propias, no puede vivir sin obte­ner ganancias. Su voluntad de vivir lo lleva a realizar ga­nancias y su voluntad de vivir mejor a esforzarse en acrecerlas. Esto ya es razón suficiente para aumentar su capital; pero la competencia tiene el mismo efecto y obra sobre él con mucha más fuerza: lo amenaza- con la ruina si no puede aumentar incesantemente su capital. La concentración de capitales no es un fenómeno mecá­nico que se cumple sin que los interesados lo quieran y sin que tengan conciencia de él. Sería completamente im­posible si los capitalistas no tuvieran la enérgica voluntad de enriquecerse y de suplantar a sus competidores más débiles. Hay en esto una sola cosa independiente de su voluntad y de su conciencia: el hecho de que los resul­tados de su voluntad y de sus esfuerzos crean las condi­ciones convenientes para la producción socialista. Cier­tamente, los capitalistas no lo quieren; pero no hay que deducir de esto que la voluntad del hombre y "la enorme función creadora de la personalidad humana" están ex­cluidos de la evolución económica.

La misma voluntad de vivir que anima a los capita­listas obra también sobre los obreros; pero, como sus condiciones de existencia son diferentes, reviste en ellos otras formas. Estos no quieren realizar ganancias, sino vender su fuerza de trabajo; y la quieren vender a pre­cio elevado y comprar víveres a bajo precio. Por esto fundan cooperativas y sindicatos y procuran conquistar leyes de protección obrera. De ahí la segunda tendencia que, con la de la concentración del capital, está calificada de evolución hacia el socialismo. Pero no se trata de nin­gún modo, en este caso, de un fenómeno privado de voluntad y de conciencia, tal como se lo concibe común­mente.
En fin, existe otro aspecto de la voluntad de vivir que tiene también su función en la evolución social. Hay casos en los cuales la voluntad de vivir de un individuo o de una sociedad no puede ejercerse sino anulando la de los otros individuos. Un carnicero no puede vivir sino exterminando a otros animales. Con frecuencia su vo­luntad de vivir hasta le obliga a despojar a los animales de su propia especie que le disputan la presa o le reducen la porción correspondiente. Para ello no es necesario que los extermine, pero sí que reduzca su voluntad por la superioridad de sus músculos o de sus nervios.

La especie humana conoce también luchas de ese gé­nero, pero menos entre individuos que entre sociedades; tienen por objeto la posesión de los medios de subsisten­cia, luego los terrenos de caza y los lugares de pesca, hasta llegar a los mercados y las colonias. Una de ambas partes concluye por exterminar a la otra o con más fre­cuencia por quebrantarla y someter su voluntad. No obs­tante, eso no es más que un fenómeno pasajero. Pero el hombre somete también de modo durable la voluntad de otro mediante la creación de instituciones que mantie­nen la explotación en estado permanente.

Los antagonismos de clases son antagonismos de vo­luntad. La voluntad de vivir de los capitalistas está lla­mada a ejercerse en condiciones que les obligan a someter la voluntad de los obreros y a ponerla a su servicio. Sin esta sujeción de la voluntad no habría ganancias ca­pitalistas, los capitalistas no podrían existir. Por otra parte, la voluntad de vivir de los obreros los impulsa a la insurrección contra la voluntad de los capitalistas. De aquí la lucha de clases.

Se ve, pues, que la voluntad es la fuerza motora de la evolución económica, la que forma el punto de partida y penetra en cada una de sus manifestaciones. Nada hay más absurdo que considerar la voluntad y las relaciones económicas como dos factores independientes uno del otro. Es, en el fondo, esa concepción fetichista que con­funde la economía social, es decir, las formas del tra­bajo cooperativo y recíproco en las sociedades humanas, con los objetos materiales de este trabajo, primeras ma­terias y herramientas. El fetichista se imagina que así como el hombre se sirve de las materias primas y de las herramientas para modelar a su gusto determinados ob­jetos, la "personalidad creadora" dotada de voluntad li­bre se sirve de la economía para dar, según sus necesi­dades, formas diversas a las relaciones sociales. Puesto que el obrero es independiente de la materia prima y de las herramientas, puesto que las domina y las dirige, el economista fetichista se imagina que el hombre es inde­pendiente de la economía social y que la domina y la dirige como le place a su libre voluntad. Y como la ma­teria prima y las herramientas no poseen voluntad ni conciencia, cree que todo el proceso económico se cumple mecánicamente, sin voluntad ni conciencia.

Karl Kautsky (El camino del poder)