jueves, 2 de agosto de 2007

Un Mechón de Humo cuelga sobre la frente del Viento.


Cianótico cojea el viento por entre las avenidas, moreteado y monótono se arrastra entristecido de si.Lo que antes fue caballo alado transparente, ahora es lobo leproso que muerde las gargantas pequeñas, que tienen manitos pequeñas y no pueden defenderse.

Vestido de suciedad y sociedad moderna ajena, paga caro no ser canjeable por dinero, paga horrendas cargas sobre su esqueleto de brisa por ser público, colectivo, libre y popular.
Ciertos señores, al no poder encadenarlo, al no poder atarle grilletes y sumar ganancias privadas a costa de sus costillas transparentes, expectoran hollín sobre su extremidades, y ceniciento de alegrías, tiznado de impotencia, entrega su cuerpo en un ritual milenario, a sabiendas que su vaho viene infectado de un moho gris y forastero, como hostia estropajo sagrado y traslúcido de purezas.
A ratos estruja un racimo de nubes colgadas, buscando lavarse el rostro lleno de cardenales extranjeros sobre el núcleo central de si mismo.
Y los corredores llenos de niños ahogándose, son un atajo al infierno, un pasillo de pesadillas por donde observar la impotencia y la ineficacia inducida adrede por los recolectores de ganancias que no ven negocio en curar sólo por curar.
Y en esos claustros blanquecinos, amarillos, desvencijados, las madres besan a sus hijos y esos besos van envueltos en suspiros buscando llevarles el oxigeno que tanto les falta, y éstas se arrancan fragmentos de aire de sus propias entrañas y alimentan a sorbitos a esos pajaritos que se les mueren entre los brazos.
Y la interminable espera, y la rabia y la impotencia es la cuna donde se mecen todos los miedos, su querubín se le ahoga. Una mano ajena estrangula y tritura la nuez de sus cuellos.
Y los niños comienzan a probar desde niños, el filo de la navaja del explotador sobre sus gargantas.
Comienza a bajar la bandera de sus ojos a media hasta y ella no quiero duelos, ni fallecimientos y espanta a la muerte con un abanico de sonrisas tiernas, y le canta y le cuenta historias y le habla y le dice que todo va a estar bien.
En cuclillas, casi arrodillada, la respiración terrestre observa todo escondida detrás de una ventana, y se seca las mejillas teñidas de higo envenenado amargo y marchito con un par de nimbos prestados, mientras el dique de sus ojos se rompe despacito en interminables grietas, fisuras y hendiduras que nadie ve.
Porque en este hospital pobre de país pobre, todos lloran, los que ríen lloran, los que hablan lloran, los que se esconden en los casilleros y vestuarios a enjuagarse la impotencia con agua propia, lloran.
Los horarios de negreros, las peripecias de siempre, la improvisación, las mentiras blancas, la siembra de úlceras por doquier, la falta de recursos e insumos, las peleas evitables e inevitables, los reclamos justos e injustos, los sueldos miserables, el deterioro de los instrumentos, las paredes húmedas, las ventanas y puertas oxidadas, la pintura descascarándose por todas partes..
Y las manos son pocas, los doctores son pocos, las enfermeras son pocas, las camas son literas traídas desde alguna cárcel de animales, y las mascarillas escasean, y los tubos son grandes caros y escasos y falta de todo, sólo la desgracia abunda en este hospital para pobres.
Niños pobres que no valen ni la mitad de lo que valen los otros. Que aprendan desde críos la palabra espera, como espera han tenido sus padres, como espera han tenido sus abuelos y todas las generaciones que aguardan una vida mejor.
El aire limpio se paga, sino quédate en esa cámara de gas que se ha convertido la ciudad, donde largas hileras de seres humanos franquean una cortina de humo que corta y surca la respiración.
Que se te llene y rellene el cuerpo de piedras invisibles que enrojecen la loza de tus ojos, que el hollín invisible se anide como piojo negro regalado y esparcido por máquinas, automóviles y fábricas que vomitan el humus inherente de la modernidad de plomo sobre tu pelo.
En este pasillo del dolor, en este Hospital Pobre de País Pobre, todo falta, sólo la desgracia abunda.
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Andrés Bianque